Opinión

El trono del norte: la geopolítica del Vaticano y los signos del tiempo

  • Por Miguel A. Ramírez-López

Por: Miguel A. Ramírez-López

No fue humo lo que emergió de la Capilla Sixtina, sino un presagio. Roma habló en latín, pero pensó en inglés. El nuevo Papa —nacido en Chicago, formado entre los necesitados y vulnerables del norte peruano, templado por las contradicciones de una fe que se expande mientras se erosiona— ha sido entronizado con un nombre de resonancia imperial: León XIV. Nada es casual en el Vaticano; ni los silencios, ni el hábitus talaris, ni los nombres. León: símbolo de fuerza, pero también de custodio. XIV: número de herencias, de equilibrios, de retornos. En esa cifra se cifra el gesto.

La elección de un Papa estadounidense no debe leerse sólo como un hecho religioso, sino como una coreografía de poder espiritual en un mundo donde los signos reemplazan a las certezas. El Vaticano no ignora que vivimos tiempos en que las instituciones se sostienen menos por su doctrina que por su capacidad de proyectar autoridad simbólica. Y en ese plano, la elección de un pontífice del norte global con raíces en el sur es una jugada de geometría precisa.

Desde la mirada de Pierre Bourdieu, podríamos leer esta elección como una operación de acumulación de capital simbólico. La Iglesia, en crisis de legitimidad en sus bastiones tradicionales, reconfigura su posición en el campo del poder a través de una figura que sintetiza varios registros: el capital cultural estadounidense (su retórica, su capacidad mediática), el capital religioso latinoamericano (su arraigo pastoral en zonas vulnerables) y el capital simbólico que sólo Roma puede conferir. León XIV es, en ese sentido, un hábitus encarnado: una figura que traduce las tensiones del campo eclesiástico global.

También puede leerse desde la inquietud de René Girard, para quien las religiones no únicamente apaciguan la violencia, sino que la subliman mediante el sacrificio y la imitación. En un mundo saturado de rivalidades miméticas —naciones que imitan el poder de otras, líderes que repiten gestos populistas, fieles que transitan de una espiritualidad a otra—, el Papa norteamericano podría funcionar como una figura sacrificial, destinada a reconciliar antagonismos que ya no son sólo teológicos, sino civilizatorios. Su legitimidad vendrá no tanto de su palabra, sino de su capacidad para absorber el conflicto y redimirlo simbólicamente.

Y si escuchamos a Byung-Chul Han, podríamos ver en esta elección un intento de recuperar el aura de lo sagrado en una época de transparencia total, de exposición obscena, de hipercomunicación sin silencio. León XIV llega como figura que pretende reinstaurar el misterio, el rito, la distancia necesaria para que el poder espiritual no se disuelva en likes ni en algoritmos. Un Papa que encarne la negatividad, el límite, la pausa, gestos que hoy parecen subversivos frente a la inmediatez vacía del presente.

No es menor que venga de Estados Unidos, esa nación que convirtió el mundo en mercado y el alma en performance. Roma, al colocar a uno de sus hijos sobre el trono de Pedro, parece decirle al mundo que también el imperio necesita redención. Y al mismo tiempo, con su acento latinoamericano, León XIV susurra a los pueblos del sur que no han sido olvidados. La paradoja es potente, un Papa del centro con corazón periférico.

¿Será León XIV un simple mediador entre civilizaciones o el catalizador de una nueva teología del poder? ¿Podrá la Iglesia, a través de su figura, reinventar su papel en la modernidad tardía sin convertirse en una marca más del mercado global? Las respuestas no serán teológicas, sino históricas. Y se escribirán, como siempre, entre gestos, silencios y símbolos.

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