Opinión

La ciudad domesticada: gentrificación, xenofobia y el derecho a lo que no se nombra

  • Por Miguel A. Ramírez-López

Por: Miguel A. Ramírez-López

Las ciudades, decía Henri Lefebvre, son espacios de producción simbólica tanto como material. No sólo se construyen con concreto y andamios, sino también con deseos, exclusiones y fronteras invisibles. La Ciudad de México, con su incesante ritmo de modernización neoliberal, ha entrado de lleno en una lógica de domesticación del espacio que no sólo reconfigura sus barrios, sino que también redibuja quién tiene derecho a pertenecer, a habitar, a simplemente estar. En los últimos años, esa lógica ha devenido en una forma suave pero eficaz de violencia: la gentrificación con tintes de xenofobia.

El fenómeno no es nuevo, pero su fase actual tiene un rostro peculiar. Ya no se trata solo de la clase media tradicional desplazando a los sectores populares. Ahora, la figura del extranjero privilegiado —el nómada digital angloparlante— ocupa el centro de la disputa. Se ha vuelto un catalizador simbólico y económico de la transformación urbana. En barrios como la Roma, la Juárez o el Centro Histórico, los precios se disparan, los comercios tradicionales desaparecen y los alquileres en dólares sustituyen al español del letrero. Lo que llama la atención no es únicamente el desplazamiento, sino la reacción social que lo acompaña: protestas contra "los gringos", señalamientos públicos, pintas en inglés, rabia contenida. No es solo cuestión de renta, es cuestión de soberanía cultural.

La gentrificación se ha naturalizado como progreso. Pero como advierte Loretta Lees, no hay nada "natural" en estos procesos: son políticas activas de desposesión disfrazadas de renovación. El capital inmobiliario y turístico ha aprendido a estetizar la pobreza, a convertir la marginalidad en patrimonio, la precariedad en postal. El problema es que, para lograrlo, necesita borrar a los cuerpos que encarnan esa pobreza.

Aquí es donde la xenofobia se vuelve una forma desplazada de resentimiento estructural. Ruth Frankenberg, en sus estudios sobre racialización del espacio, observó cómo ciertas prácticas urbanas reproducen formas de "blanquitud espacial", es decir, la producción de entornos donde lo blanco —o lo percibido como extranjero deseable— se convierte en norma tácita. En la CDMX, eso significa que lo anglosajón se traduce en valor y lo local en ruido. Pero esta jerarquización no la imponen únicamente los migrantes con pasaporte; es facilitada por políticas públicas que favorecen la inversión extranjera, plataformas de alquiler turístico, proyectos de movilidad "inteligente" y una narrativa urbana que celebra la "ciudad global" mientras desplaza a sus propios habitantes.

Sin embargo, sería simplista reducir la reacción social a un brote de racismo inverso. Como ha señalado Ananya Roy, en los márgenes del Sur global las resistencias al despojo suelen asumir formas ambiguas: no siempre políticamente correctas, a veces incluso incómodas, pero profundamente legítimas. La xenofobia, en este contexto, no puede leerse sin atender su dimensión estructural: no se trata de odiar al otro por ser otro, sino de resistir al otro cuando se convierte en agente involuntario de desposesión.

Achille Mbembe nos ofrece otra clave: la ciudad colonial nunca desapareció, solo mutó. La lógica de ocupación persiste, pero ahora disfrazada de inversión, turismo y cosmopolitismo. En este sentido, la gentrificación actual es una continuación del colonialismo por otros medios. La ciudad se convierte en una trinchera, donde el acceso al café de especialidad o al coworking no es sólo una cuestión de gusto, sino una declaración de pertenencia.

Lo más alarmante es que el debate público en México ha comenzado a moralizar estas tensiones. Se acusa a los críticos del modelo gentrificador de ser cerrados, antimodernos, incluso intolerantes. Pero como escribe la urbanista mexicana Rosalba Ledezma, no se trata de odiar al visitante, sino de amar el derecho a quedarse. Lo que está en juego no es el inglés en los menús ni el brunch de domingo, sino la permanencia de los cuerpos que han hecho ciudad desde abajo, con trabajo, historia, comunidad y memoria.

La presidenta, Claudia Sheinbaum, ha condenado recientemente las manifestaciones "discriminatorias" contra extranjeros en la capital. Tiene razón en señalar el riesgo de discursos excluyentes, pero se equivoca si no atiende su causa estructural. Porque si el Estado no garantiza un derecho a la vivienda digno, si normaliza el despojo por Airbnb, si convierte la ciudad en mercancía, entonces las emociones sociales se desviarán hacia chivos expiatorios.

El reto es enorme: cómo defender el derecho a la ciudad sin caer en esencialismos, cómo resistir la gentrificación sin fetichizar lo popular, cómo acoger al otro sin que eso signifique la expulsión de los de siempre. Y sobre todo: cómo imaginar una ciudad que no sea solo para los que pueden pagarla, sino también para los que la han sostenido en el anonimato de su precariedad.

Porque como decía Lefebvre, el derecho a la ciudad no es el derecho a consumirla, sino a rehacerla.
 

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