Opinión

La partición interminable: India vs. Pakistán

  • Por Por Miguel A. Ramírez-López

Por: Miguel A. Ramírez-López

A 78 años de la independencia, el sur de Asia sigue viviendo bajo la sombra de una frontera impuesta. La herida de la partición entre India y Pakistán no ha cicatrizado: persiste en la violencia, la memoria y las identidades fracturadas.

कथं भीष्ममहं सङ्ख्ये द्रोणं च मधुसूदन।
इषुभिः प्रतियोत्स्यामि पूजार्हावरिसूदन॥

—Bhagavad-Gita 2.4

«¡Oh, Madhusudana!, ¿cómo me sería posible herir en la batalla a Bhishma y Drona, a los cuales por el contrario respeto, oh destructor de enemigos?».
 

وَلَا تَكُونُوا كَالَّذِينَ تَفَرَّقُوا وَاخْتَلَفُوا مِن بَعْدِ مَا جَاءَهُمُ الْبَيِّنَاتُ ۚ وَأُولَٰئِكَ لَهُمْ عَذَابٌ عَظِيمٌ

—Corán 3:105

«No seáis como aquellos que se dividieron y discordaron, después de haberles llegado las evidencias; porque, éstos sufrirán un severo castigo».

El siglo XX fue un gran cirujano imperial, trazó sobre el sur de Asia una línea como quien abre un cuerpo sin anestesia. Fue allá donde durante siglos florecieron lenguas, dioses, peregrinaciones, saberes y canciones compartidas; la lógica del imperio británico impuso el bisturí de la partición. De aquella incisión sangrante nació una dualidad artificial: India y Pakistán, dos naciones enemigas unidas por la memoria de una amputación. El mapa, como suele suceder, no respetó ni la historia ni los afectos, sólo obedeció a la geometría violenta del poder.

La historiadora Ayesha Jalal ha demostrado que la partición no fue la conclusión lógica de una diferencia irreconciliable, sino el fracaso de una negociación política. Jinnah no deseaba una escisión absoluta, sino garantías federativas para la minoría musulmana en una India poscolonial. Pero el reloj imperial no esperaba a los matices. En agosto de 1947, con la premura de un imperio en retirada, se trazaron fronteras en seis semanas y se desataron infiernos que aún arden: caravanas de refugiados, trenes cargados de cadáveres, aldeas arrasadas, mujeres que saltaron a pozos para no ser “del otro”. La partición no fue sólo un evento histórico: fue un trauma civilizacional. Un punto ciego del alma.

Desde entonces, India y Pakistán han existido como naciones reflejadas en el odio. Cada una fabrica su identidad frente a la imagen distorsionada de la otra. Y si bien la religión fue el pretexto para separar, se convirtió rápidamente en sustancia del antagonismo. El islam político se volvió columna vertebral del nacionalismo pakistaní; el hinduismo mayoritario, en manos del BJP, devino ideología de Estado. Allí donde florecieron místicos como Kabir, Rumi, Mirabai, Bulleh Shah —tejedores de lo sagrado en común— ahora se ven opacados por aduanas, misiles y rezos vigilados.

Cachemira, ese valle de belleza irreal, quedó atrapada entre los dientes de esta fractura. Ni completamente de uno ni del otro, condenada a ser territorio disputado, campo de militarización y laboratorio de lo inhumano. Es aquí donde Veena Das —una de las voces más lúcidas de la antropología contemporánea— nos ofrece una lente distinta. En Life and Words, Das no busca entender la violencia desde arriba, desde los tratados o los discursos oficiales, sino desde la carne herida de los sobrevivientes. La violencia, dice ella, no acaba cuando cesan las balas. Se incrusta en la vida cotidiana, en las relaciones familiares, en el lenguaje mismo. El trauma no es un relámpago, sino una humedad persistente. La verdadera partición no es la del territorio, sino la del mundo compartido: cuando los vínculos con el otro se hacen imposibles, cuando la confianza se quiebra, cuando lo ordinario se vuelve irreconocible.

A esa voz se suma la de Basharat Peer, periodista y escritor cachemir, quien en Curfewed Night narra lo que significa crecer entre apagones, redadas nocturnas, checkpoints, fosas comunes y cámaras que no filman. Peer no busca ser objetivo, porque entiende que la objetividad, en contextos de ocupación, es una forma más de complicidad. Su prosa es íntima, herida, feroz. Nos habla de la infancia robada, de los padres que desaparecen, de los poetas silenciados. Y, sobre todo, nos participa lo que la geopolítica no puede decir: que vivir en Cachemira es aprender a sobrevivir entre la belleza del Himalaya y la brutalidad de los fusiles. Que no hay neutralidad posible cuando la dignidad misma está en juego.

Desde los estudios poscoloniales, autores como Edward Said y Gayatri Spivak han denunciado cómo el legado del colonialismo persiste en las formas de representación. El conflicto indo-pakistaní no es sólo un problema entre dos Estados modernos, sino la consecuencia de una epistemología imperial que inventó identidades rígidas donde había fluidos continuos. El islam y el hinduismo, como religiones populares, compartían espacios, rituales y hasta deidades. Fue el censo colonial el que los convirtió en categorías estadísticas, excluyentes, contendientes. Spivak, en su célebre pregunta “¿Puede hablar el subalterno?”, nos recuerda que los pueblos como el de Cachemira han sido doblemente silenciados: por el imperio primero; por el nacionalismo después. Únicamente se les permite hablar cuando confirman el guion del poder.

Y, sin embargo, como bien ha señalado Ananya Vajpeyi en Righteous Republic, la nación india no emergió solamente del nacionalismo anticolonial, sino de una reinvención estratégica del pasado. Nehru, Gandhi, Ambedkar —cada uno a su modo— apeló a símbolos clásicos del dharma, de la filosofía védica, de los valores ancestrales, para edificar un imaginario moral de la India moderna. Pero en esa operación simbólica también se silenciaron otros pasados: los islámicos, los sincréticos, los marginales. Vajpeyi nos recuerda que la identidad nacional es siempre una edición interesada de la historia. Y que los silencios fundacionales de la India secular son también los silencios que hoy resuenan con fuerza cuando se prohíben libros, se borran mezquitas o se criminalizan lenguas.

Hoy, setenta y ocho años después de aquella noche de cuchillos largos disfrazada de independencia, la pregunta no es quién tiene razón —ambos relatos están fundados en agravios reales—, más bien si es posible imaginar otra forma de vida. Un imaginario posnacional, pospartición, donde los vínculos perdidos puedan restaurarse no desde el Estado, sino desde las ruinas vivientes del afecto.

Porque hay guerras que no terminan con tratados, sino con poesía. Hay heridas que no cierran con discursos, sino con memorias compartidas. Tal vez sea hora de volver a escuchar a los que nunca fueron invitados a la mesa de negociación: las viudas, los poetas, los campesinos, los niños. Tal vez el futuro esté en lo que no se ve, en los archivos orales, en las lágrimas mudas, en los dioses sin frontera.

La partición continúa. Pero también prevalece la posibilidad de imaginar su fin.

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