Opinión

Arte que vive: el cuerpo como obra

  • Por Guadalupe Hernández Herrera
Arte que vive: el cuerpo como obra

Por: Guadalupe Hernández Herrera

“El cuerpo humano es la obra de arte más cercana al alma.” — Marina Abramović

El arte, históricamente, ha sido legitimado por instituciones: museos, academias, coleccionistas y críticos. Ha existido dentro de un marco que define, jerarquiza y clasifica lo que merece ser llamado “obra de arte”. Bajo esta lógica, el tatuaje ha ocupado una posición ambigua, relegada muchas veces a los márgenes del discurso estético dominante. Pero ¿qué ocurre cuando el cuerpo se transforma en soporte artístico y acto político simultáneamente? ¿Puede un tatuaje ser arte, o es precisamente su marginalidad lo que lo convierte en una de las expresiones más crudas y auténticas de nuestro tiempo?

La resistencia a considerar los tatuajes como arte no es casual. Se debe en parte a su vinculación histórica con lo popular, lo subalterno y lo transgresor. Durante décadas, los tatuajes fueron asociados con la criminalidad, la rebeldía o la marginalidad, etiquetas construidas desde la hegemonía cultural. Lo que no pasa por la curaduría institucional, lo que no se mercantiliza bajo las lógicas del arte contemporáneo, simplemente no es reconocido como tal.

Pero esta visión resulta estrecha y anacrónica. En un mundo donde el arte conceptual ha desplazado los límites del objeto y la autoría, resulta contradictorio negar valor artístico al tatuaje. ¿Es menos arte un diseño minucioso tatuado durante horas que una instalación efímera en una galería de arte contemporáneo? ¿Es menos valiosa la obra porque está en la piel y no en un bastidor?

Deleuze y Guattari planteaban que el arte es creación de territorios existenciales. Desde esta óptica, cada tatuaje podría considerarse una cartografía de la subjetividad: el mapa visible de deseos, traumas, memorias e ideologías inscritas en el cuerpo. Una obra nómada, que no se fija en el espacio sino en la carne.

El cuerpo no es un mero receptáculo pasivo de formas. Es una superficie viva, cargada de historia, biografía y contexto. El tatuaje, en tanto inscripción permanente sobre ese cuerpo, se convierte en un acto semiótico profundo: graba en la piel una narrativa, una herida, una declaración. Desde esta perspectiva, tatuarse no es únicamente una decisión estética; es un acto de apropiación del cuerpo en una sociedad que constantemente intenta regularlo, normarlo y disciplinarlo.

Desde una mirada más radical, el tatuaje subvierte la lógica del cuerpo como objeto de consumo. Mientras la sociedad de consumo impulsa cuerpos “limpios”, perfectos, intercambiables, el tatuaje introduce una mancha permanente, una fisura en el ideal corporal. En este sentido, el tatuaje no embellece, sino que desafía. No adorna, sino que interpela.

En una época marcada por la hiperidentidad y la necesidad de visibilización constante, el tatuaje adquiere una nueva dimensión: la de performance diaria. No se trata solo de una imagen permanente, sino de una narrativa que se activa cada vez que se muestra, se pregunta o se interpreta. El tatuaje, en este sentido, es tanto acto como obra. Es estética performativa, como diría Judith Butler, en la medida en que construye una identidad a través del gesto corporal visible.

Esta performatividad se vuelve aún más potente cuando se trata de cuerpos históricamente silenciados. Personas trans, sobrevivientes, migrantes o integrantes de comunidades racializadas han encontrado en el tatuaje un medio de afirmación y resignificación. La piel deja de ser solo una frontera con el mundo externo: se convierte en archivo, en documento viviente, en protesta.

Reconocer el tatuaje como arte no es simplemente una concesión estética: es un gesto político, cultural y filosófico. Es aceptar que el arte ha desbordado los marcos tradicionales —el bastidor, la galería, el mármol— para habitar nuevos soportes: vivos, transitorios, vulnerables. El cuerpo tatuado no solo cuestiona qué es arte, sino también quién tiene derecho a crear, a narrar y a ser visto. En una sociedad que aún impone modelos de pureza, neutralidad y conformidad, tatuarse es una forma de afirmación subjetiva radical.

La tinta, en este sentido, se convierte en lenguaje, en cicatriz elegida, en símbolo deliberado. Cada trazo es una inscripción de agencia sobre un cuerpo históricamente regulado. En un mundo donde la imagen corporal ha sido colonizada por el consumo, la tinta propone una reapropiación íntima y rebelde. Un tatuaje no se cuelga, no se vende, no se hereda: se vive, se lleva, se transforma con el tiempo y con la carne. Es una obra que respira.

Más aún, el tatuaje revela un arte profundamente humano: marcado por el dolor, la imperfección, la subjetividad. En una era donde lo virtual amenaza con disolver la experiencia del cuerpo, el tatuaje nos recuerda que aún hay verdad en la piel, que aún existe una forma de belleza que no se puede filtrar ni borrar con un clic. Es un arte que exige presencia, que se manifiesta en el contacto, en la sangre, en el deseo de dejar huella —aunque sea solo sobre uno mismo.

En última instancia, considerar el tatuaje como una forma de arte no es solo abrir una categoría estética: es ampliar nuestra comprensión del cuerpo, del lenguaje visual y de la memoria. Es reconocer que hay poesía en la piel, que cada línea puede ser una historia, una herida, una ofrenda. Y que, quizás, en estos cuerpos tatuados —leídos, vividos, sufridos— esté latiendo una de las formas más honestas del arte contemporáneo.