Opinión

¿Quién pinta cuando pinta la máquina? Una danza entre lo humano y el algoritmo

  • Por Guadalupe Hernández Herrera
¿Quién pinta cuando pinta la máquina? Una danza entre lo humano y el 
algoritmo

Por: Guadalupe Hernández Herrera.

“El arte no está muriendo. Se está reprogramando.”

Refik Anadol

En las últimas décadas, la tecnología y el arte han entrelazado sus caminos de formas cada vez más profundas. Hoy, la inteligencia artificial (IA) ya no es un mero instrumento, sino una especie de colaborador, espejo e incluso interlocutor capaz de generar, inspirar y cuestionar.

El vínculo entre arte y tecnología no nació con la IA moderna. Ya en los años 60, el movimiento Experiments in Art and Technology (EAT) agrupó artistas como Robert Rauschenberg y John Cage con ingenieros de Bell Labs, anticipando una colaboración real entre disciplinas; más recientemente, la exposición Electric Dreams en la Tate Modern recuperó esa época, subrayando que automatizar el arte es una práctica con historia, no una novedad. Pero el cambió radical llegó con la IA generativa y los algoritmos de aprendizaje profundo. En 2018, el colectivo francés Obvious vendió en Christie's el "Retrato de Edmond de Belamy", la primera obra creada por IA en alcanzar notoriedad internacional. Este evento abrió el debate sobre la autoría, el aura del arte y su creciente “desmaterialización digital”.

Un estudio de Frontiers in Psychology (enero de 2025) analizó cómo percibimos obras generadas por DALL·E 2 frente a obras humanas. Los resultados son fascinantes: el público mostró una ligera preferencia estética por las obras de IA, pero también fue capaz de identificar cuál era artificial. Su interpretación: las IA ya producen imágenes atractivas, pero aún conservamos una sensibilidad latente hacia la “mano humana”. Este hallazgo se conecta con otro análisis de 2022: tras ver una pintura, personas sin experiencia artística no distinguían entre obras hechas por humanos o IA, pero los expertos sí mostraron un sesgo hacia lo humano. En otras palabras, la percepción del arte sigue mediada por el conocimiento: la IA deslumbra, pero el prejuicio hacia lo artificial persiste.

Autores como Jessica Hullman, Ari Holtzman y Andrew Gelman, en su ensayo Artificial Intelligence and Aesthetic Judgment (2023), plantean que juzgamos el arte sintetizado con las mismas claves que el arte tradicional: la historia, la intención, el contexto. Sin embargo, surge el dilema: ¿cómo interpretamos hoy una obra que no tiene "propósito humano"?

Algunos teóricos argumentan que la IA “no crea”, sino que recombina datos existentes. Según Tigre Moura (2023), los algoritmos se optimizan para la eficiencia, no la innovación; su creatividad es restricción, no ruptura. Pero la posibilidad de incorporar aleatoriedad e imitación de procesos creativos introduce matices. Por otro lado, Alayt Issak (2021) sostiene que la IA puede respetar la autonomía del artista si se diseña como asistente, no ejecutor, respetando la voluntad humana. Es decir: la IA no debe reemplazar, sino amplificar —y que el artista conserve el control.

Algunos artistas y expertos manifiestan desconfianza. El ilustrador Ilu Ros declaró: “No quiero que una máquina haga un dibujo parecido al de Violeta Lópiz” y reclamó autenticidad emocional; De forma similar, Nicolas Cage alertó que si dejamos a las máquinas “soñar por nosotros”, perderemos la integridad humana del arte.

El New Yorker publicó un ensayo (abril 2025) apuntando que la IA no clausura las humanidades, sino que podría reconfigurarlas. En lugar de concentrarnos en la producción de conocimiento, las humanidades pueden profundizar en lo existencial, ayudadas por herramientas que faciliten indagaciones complejas . En este sentido la IA sería un catalizador, no su sustituto.

La relación entre arte e IA no es dicotómica: no se trata de máquinas vs. humanos, sino de cómo tejemos una alianza crítica. La IA ofrece nuevas herramientas para crear y sentir, pero también desafía la noción de autoría, propiedad y autenticidad.

La historia de EAT, Obvious y los artistas contemporáneos evidencia que la automatización del arte es tan antigua como el propio arte digital. Hoy, la diferencia reside en el nivel de autonomía de la IA. Mientras algunos estudios muestran que ya la prefieren, el rechazo sigue latente al saber que es artificial.

Asumir la IA como co‑autora implica desarrollar marcos éticos, legales y estéticos nuevos, en los que la transparencia y la colaboración estén al frente. Como sugiere Serrano, la amenaza real no es la tecnología, sino el uso que le demos.

El futuro del arte, entonces, podría estar en lo híbrido: en esa “naturaleza digital” que propone Yoichi Ochiai, donde tecnología y humanidad no son opuestos, sino extensiones recíprocas. La IA puede ayudarnos a imaginar nuevos mundos, a explorar lo íntimo y lo colectivo, si mantenemos vivas nuestras preguntas más profundas: ¿qué es la belleza? ¿quién la crea? ¿por qué nos emociona?